Era nuestro último día por el sur, la meta era clara, en el camino de regreso a casa debíamos llegar a las Dunas de Baní. Según Gisela (GPS) estábamos a dos horas aproximadas. Por lo tanto, una vez más nos tomamos nuestro tiempo para alistarnos aquella última mañana. Tras desayunar mientras, asegurarnos de recoger todo y volver a llenar nuestros potes de agua, salimos en dirección norte.
Como ya habíamos agotado las opciones de los playlist, o bueno, ya estábamos en el mood de algo distinto, pusimos uno que no habíamos escuchado dado que por motivos de señal y recepción era imposible. Cuando atravesamos uno de los pueblos, un niño se nos pegó al cristal vendiéndonos unos dulces y se me partió el alma al verle su carita de desesperación para que le compráramos algo. Sus ojos claros, su carita de inocencia. Sin querer se me salieron las lágrimas y por un momento solo pensaba en todo lo grandioso que tiene mi país, y al mismo tiempo en toda la desdicha que se vive. Duré un rato más hasta recuperarme de tal conmoción y trataba de concentrarme en la carretera, pero hasta el día de hoy sigo pensando en ese niño, que no conozco, pero que conmovió mi corazón con solo una mirada.
Tras preguntar cómo llegar a la rotonda que sabíamos nos conduciría por el camino que queríamos y echar gasolina, nos aventuramos a lo que la carretera nos preparaba. De regreso nos dimos cuenta de las montañas que habíamos dejado atrás al momento de ir en dirección contraria. Pasamos Azua sin muchos problemas y al estar cerca de la ciudad de la Baní, Gisela nos dio un desvío. Al principio pensé: ¿A dónde nos llevará este GPS? ¿Se habrá equivocado?. Pero a pesar de ser un camino solitario, pronto nos topamos con un pueblo. Seguimos las instrucciones y tres cosas nos pasaron antes de llegar a las dunas.
La primera fue el darnos cuenta que por esa zona las vacas y los chivos salvajes no entienden el concepto de vehículos en carretera, de hecho están locos. Primero una vaca salió de la nada y si no hubiera sido porque iba lento y con precaución, facilmente hubiéramos tenido vaca para comer hasta marzo. El segundo imprudente fue un chivo que venía cruzando del otro lado de la calle, y la verdad fue hasta gracioso la manera como frené de repente mientras Lirme veía su celular, y más que nada, la cara del chivo asustado cuando escuchó el frenazo. Me recordó a una seria animada. Tras estos dos sustos, y digo sustos porque no hubo heridos, nos topamos con el santuario de San Martín de Porres. Una edificación echa en piedra bastante bonita y atractiva. Nos paramos a tomar unas fotos, y al momento de entrar al lugar aparecieron dos señores de la nada. Juan era el cuidador y hablaba con un acento extraño, al principio pensé que era extranjero pero luego me di cuenta de que solo tenía un frenillo. Tenía ocho años viviendo en aquel poblado, según el llamado por el santo y que San Martín no lo quería dejar irse. El otro señor, Marco me incitaba a tomar más fotos y siempre que buscaba algún ángulo distinto me decía: te puedes poner por aquí que de aquí se ve bien. Luego estaba una joven, Lucy, con la que no hablé mucho pero se notaba curiosa ante nuestra presencia.
El cerro era realmente bonito, tenía una vista genialosa y se sentía mucha paz y tranquilidad. Nos comentaron que iban muchos fieles y personas a hacer retiros y cosas así. Al salir de allí llegamos entonces a las salinas. Habíamos pasado las dunas conscientes de que ese montón de arena al lado de la calle era el lugar, pero sin estar muy seguras. Terminamos en el pueblo, el cual nos pareció muy bonito, más que nada por sus casas de gente rica y poderosa. Llegamos a la playa, y sinceramente no era tan maravillosa. La arena oscura parecía sucia y no había un punto donde se pudiera estar con sombra. Sin embargo el agua estaba cristalina y se veía limpia. Aquí tuvimos que pagar 50 pesos por parquearnos por 10 minutos para una foto… siento que gasté más en fotos que en comida…
Al regresar nos paramos en la entrada del parque. No había nadie. Y como duramos un rato leyendo los letreros y nadie apareció nos dispusimos a caminar hasta ver donde llegábamos. Realmente no llegamos muy lejos. Se nos habían olvidado los potes de agua en el vehículo, y cuando empezamos a subir el primer montículo de arena, cuando estaba casi justo arriba, sentía que me hundía y el calor de la 1 de la tarde me tenía sudando así que me devolví. Creo que es lo único que me arrepiento de este viaje, de no haber llegar hasta el final de la montaña de arena. Luego, cuando nos devolvimos, resultó que me había estacionado en arena y el vehículo quedó atrapado. Entonces ahí apareció un señor muy amable, un militar y una mujer. El señor me ayudó a salir con un pala y empujando la jipeta, y el militar nos contó que la montaña de arena tenía 1 kilómetro hasta llegar a una playa. Un kilómetro que se siente como si fueran más porque caminar en aquella arena caliente es pesado.
Llegamos luego al pueblo de Baní donde comimos en un sitio llamado Las Dunas. Un pequeño restaurante con muy buen servicio, donde un señor mayor y gordito, con una voz de locutor de radio nos atendió. La comida estuvo buena y barata, y aquí aprovechamos para descansar y desesperesarnos un poco antes de seguir la ruta hacia Santiago.
Atravesamos la ciudad capital sin mucho problema, y cuando menos lo esperábamos el paisaje cambió totalmente de seco y árido a verde y húmedo. Incluso el clima se sentía más fresco, y hasta un aire de navidad se coló en mis huesos. Lo mejor de todo fue que al llegar a la ciudad y estar de camino a dejar a mi amiga, nos encontramos con una visión de un doble arcoiris por encima de las montañas, algo sencillamente espectacular.
Al sacar cuentas, gastamos mucho menos de lo que pensábamos, la idea de hacer una mini compra de pan y confle nos ayudó mucho, y la ruta que armamos (que terminamos desviando por el Lago) fue mejor de lo que esperaba. Al final, el miedo de que nos pasara algo se esfumó, y francamente fue un viaje tranquilo, donde aprendimos varias cosas y que definitivamente recordaremos aún estando viejas. Ahora me detengo a pensar en todas las dudas que tuve antes de realizar este viaje, y me doy cuenta de que la mayoría de las veces sólo nos detiene el miedo. So, que el miedo no te detenga a hacer grandes viajes en tu vida.