El siguiente fin de semana podría decir que fue muy diferente a cualquier otro finde en Bilbao. Comenzando porque la mayor parte del tiempo estuve fuera de la ciudad.
Luego de una semana sumida en la depresión, recibí el viernes con la noticia de que estaría sola en casa durante dos noches y tres días seguidos. La idea que por un lado me agradó, por otro no parecía muy agradable. Sin embargo, no era la única del grupo que se quedaría en Bilbo. Aunque las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y muchos volaron a sus pueblos a votar, habíamos unos cuantos gatos que nada teníamos que hacer.
Así fue como el viernes en la noche tres de esos gatos decidimos salir a conocer, y luego de un par de horas coordinando vía el chat de FB a dónde rayos ir y cómo rayos llegar, terminamos poniendonos la hora de las 12:30 del medio en la estación del metro de Casco Viejo, en dirección a la costa, Plentzia.
Claro que sabíamos que nos íbamos a levantar más tarde y que llegaríamos retrasados. Pero una vez reunidos aquel sábado, la aventura comenzaba. Luego de 40 minutos en el metro, llegamos a la última estación. Un pueblo que francamente, parecía estar habitado por fantasma. Las calles tan pequeñas como las que se figuran en algunos pueblos de Francia por la televisión, edificios con un techo no muy alto, pero de gran antigüedad, personas mayores, locales cerrados.
Caminamos entonces hacia la costa, y la imagen de una playa totalmente desertica me sorprendió bastante, aunque más sorprendente fue el reguero de surfistas en el mar Cantábrico. Claro que hacía un sol hermoso, pero la brisa estaba lo suficientemente fria como para querer evitar tocar el agua.
Luego de caminar un rato y conocer, pasamos por un super para comprar la comida: unos ‘bocatas’ (véase bocadillos de jamón, queso y pan frances…si, un sandwich). Así que nos sentamos en la orilla del rio a comer nuestros sandwich frios recien hechos. En una, la funda del pan salió volando y Migue salió a buscarla, porque no era posible que él llegara a Plentzia a ensuciar… al final terminó enlodado y casi casi se da tremendo estrallón. Al comer nos entretuvimos con unas palomas, dandoles las migajas de pan que habían quedado y seguimos caminando. Llegamos a lo que yo llamo «el bosque del oso Yogui», que es una especie de parque natural donde la gente va a hacer parrilladas y picnic.
Al caminar las 3 calles del pueblo, decidimos regresar, pero como era temprano todavía había oportunidad de hacer una segunda parada, ¿dónde sería? Ni idea. Decidiríamos un lugar cualquiera mientras estuviéramos en el metro. Así que sin saber dónde rayos estábamos, nos bajamos en Larrabastera. Para resumir, en Larrabastera sólo vimos dos cosas: una, muchos edificios de vivienda y dos, muchas tiendas de surf. ¡Ah si! Y la pantalla que parecía una ventana y al tocarla resultó ser una guía turística de la zona. Duramos como 15 minutos punchandola.
Finalmente, luego de tomar un café y hablar acerca de España (descubriendo cosas que no sabía de la madre patria), tomamos el metro de nuevo para dirigirnos a Casco Viejo. Aquí nos tomamos unas cervezas (yo con mi Coca Cola de siempre) y luego nos sentamos en unos escalones como tres mendigos a comernos lo que había quedado del jamón, el queso y el pan (todavía quedó jamón al momento de escribir esto). Tras un intento fallido de borcar la barca (reunirnos con más gente para durar un rato más) terminamos dandonos otra ronda de bebidas, hablar M por un tubo, y a las 12:30 pero de la noche volvernos a encontrar en la estación de Casco Viejo para tomar el metro de regreso a casa.