Hacia el sur profundo: Osorno

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Finalmente nos montamos en el autobus camino a Osorno, el reloj marcaba las 9:50 pm y el sueño se empezaba a apoderar de mi. Lo primero que debo resaltar sobre este viaje son las características de nuestro transporte.  Además de ser un bus grande de dos plantas, los asientos eran realmente cómodos y grandes, tipo sillones de primera clase de un avión. Lo siguiente es que efectivamente te tratan como en cualquier vuelo, hay una persona que sirve de «azafato», te ofrece una cobija, te ayuda a cerrar todas las cortinas, te coloca una película, anota tu nombre, documento de identidad y el número de emergencia de algún familiar o amigo -imagino por si te pasa algo en el camino-, tienes una pantalla que te dice el nombre de conductor, cuantas horas ha manejado y cuantos kilómetros te quedan por recorrer -esto más que nada porque en Chile tienen la ley de que ningún conductor puede durar más de 5 horas seguidas manejando.

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Así que básicamente tuve el viaje más placentero en bus que jamás había tenido. Sin contar que dormí más que en otros buses. Al otro día, el asistente nos despertaba con café caliente y una granola de desayuno. Llegamos 10 horas más tarde a una ciudad nublada y fría. Mi primera visión de Osorno era la de un pueblo semi fantasma, con habitantes pequeños, y aunque fuera martes, no se veía mucha gente en la calle. Tras salir del bus tomamos un colectivo, que al principio confundí con un taxi, pero resulta que no. Por lo que sí, me sorprendí cuando vi que una chica se montaba en el auto, y Lilo subía mi maleta en el baúl y me indicaba que nos subiéramos también, pensé: ¿vamos a compartir el taxi?

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Llegamos a su casa donde conocí a sus padres, dos señores bastantes agradables que como cualquier padre o madre quieren engordar a los amigos de sus hijos cuando llegan de visita. Luego de desayunar un plato típico chileno: pan, palta -aguacate-, queso, mantequilla, mermelada casera y té, y darnos un baño, salimos a realizar algunas diligencias en post del viaje que se aproximaba. Así conocí a un Osorno totalmente distinto, uno lleno de gente, a pesar de sus 140 mil habitantes, con un sol muy bonito, una plaza de armas mucho más pequeña que la de Santiago, pero con una fuente de agua muy hermosa, unas casas maravillosas construidas por los migrantes alemanes, una iglesia que ha sido reconstruida cuatro veces -en especial gracias a los terremotos e incendios que ha sufrido-, y la fascinación por la vaca. Dado que en algunos puntos importantes te puedes encontrar una enorme estatua de este vacuno. Y es que la región de los Lagos, donde se ubica la ciudad, es conocida por ser una zona de ganadería.

Luego de pasar por algunos bancos, pasamos por el alquiler de autos y nos llevamos a Tomas, un Chevrolet Spark verde 2015. Compramos un cable aux para la música, y regresamos a la casa para comer. Como el almuerzo no estaba listo salimos a caminar cerca de la zona, llegando al río Rahue, atravesamos un puente rojo en el cual solo podías sentir paz. Caminamos un poco más y bajamos hasta el río por un camino de piedras ubicado justo en el medio. Nos entretuvimos jugando en los columpios, y recogiendo la basura de la orilla del río. Así, y bajo el sol del sur regresamos un poco cansados y sudados del calor, si, la ciudad que nos recibió con frío y nublada, ahora se mostraba un poco calurosa y soleada.

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Comimos pastel de choclo, una comida típica chilena, reposamos un poco y luego salimos hacia Puerto Octay al Volcán Osorno. La ruta se toma aproximadamente dos horas desde la ciudad, en un camino forrado por paisajes verdes, vacas, ovejas y el imponente volcán esperando al final del camino. Tras hacer algunas paradas llegamos a Petrohué y empezamos a caminar por sus senderos. Al salir, terminamos en el Lago de todos los Santos y tras pagar 15 mil pesos por ambos, nos montamos en un bote y dimos un paseo donde el capitán del barco nos comentaba cosas como que una pequeña isla ubicada en el centro del Lago pertenecía a un hombre muy rico, o de la historia de una casa flotante de madera echa para los hijos de otro hombre importante, y así. Tras treinta minutos de paseo, tomamos el camino de regreso, no sin antes tomar la foto perfecta del atardecer, y tirarnos casi la discografía completa de U2.

Regresamos a Osorno, donde ubicamos un hostal para quedarme, deje mis cosas y luego fuimos a cenar a un sitio llamado la Taberna Pirata. Donde una vez más no pude completar la cantidad de comida que me sirvieron y entendí que no soy amiga del jugo de durazno. Terminando de cenar, noté como la temperatura bajó probablemente a unos 8 grados, así que no duramos mucho para llegar cada quien a su lugar de destino. Al otro día emprenderíamos la ruta hacía Futaleufú haciendo una parada de dos noches en Hornopirén. El viaje apenas iniciaba.

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