Si te acuestas a las tres de la madrugada, luego de un día tan intenso como el anterior, no es de extrañar que quieras durar hasta el medio día en cama. Pero vamos, estábamos en Barcelona y cada minuto contaba. Así que tampoco sorprende mucho que un domingo a las 10 de la mañana ya estuviera despierta, aunque sin ganas de levantarme.
La no muy agradable compañera de habitación (que la noche anterior nos hizo salir de la habitación porque estaba durmiendo y debía levantarse temprano) hizo tanto ruido esa mañana que daban ganas de arrancarle la yugular. Pero ya a las 10 sólo quedábamos nosotras.
Mientras terminábamos de alistarnos para conocer otra parte de la ciudad, consultamos el mapa y los lugares que nos gustaría visitar. Luego de armar la ruta y avisarle a nuestras amistades (que por cierto, al final no pudimos reunirnos con ninguna) nos hicimos el almuerzo (un tremendo plato de espagueti con salchicha).
Complacido el estomago de Tracy que gritaba por comida, y listas para el día, luego de un receso de 30 minutos y habernos despedido de los australianos (quienes tenía otra parada en su larga ruta de viaje no sé a donde) salimos en búsqueda del Museo de Picasso.
Sabíamos a qué estación del metro llegar, sabíamos qué calle tomar, y cómo llegar… entonces, ¿por qué por alguna razón siempre terminábamos perdiéndonos? Todavía no lo sé, será algo en mis genes de viajera. El caso es que en el trayecto desde la parada del metro Urquiona, hasta el Museo, hicimos lo que se llama ‘turismo de ciudad’.
Tomamos fotos a la arquitectura, nos metimos en una feria, intentamos entrar a una catedral (donde había que pagar seis euros, así que solo tomamos fotos por fuera), nos encontramos con unos conocidos de las chicas que estaban en un tour semi-gratuito al cual nos invitaron pero finalmente declinamos. Una de nosotras se perdió (como dos veces), comimos helado – que después resulta que habían sitios más baratos-. Nos sentamos en unos bancos, tomamos la calle equivocada, vimos un pesebre alegórico a la navidad y luego, finalmente en el Museo hicimos la tremenda fila que había para poder entrar.
Al salir del museo la siguiente parada era la playa. Así que tomamos el metro correspondiente, y luego de llegar al puerto de Barceloneta, disfrutar de un bazar que había y quedarme con ganas de entrar al circo que tenía una función, caminamos hacía la playa. La temperatura había bajado lo suficiente como para quejarnos un poco del frío, y yo tenía ganas de ir al baño, pero contrario a Bilbao, aquí no vimos ni un solo baño público. Así que luego de llegar a la arena, tomar algunas fotos, ver el mar (que realmente no se veía porque ya era de noche), esperar a que Tracy tomara su poquito de arena para su colección y respirar, nos devolvimos por el mismo camino en busca de algún establecimiento barato para comprar un café y así yo poder ir al baño.
Claro que ante la necesidad somos tontos, así que entramos a un sitio que en apariencia parecía barato. Nos compramos unas tapas y yo fui feliz. Pero la felicidad del pobre dura poco: cuando pidan pescaditos fritos en España no esperen otra cosa más que un plato de bichos raros con forma de pescadito salados… cosa más rara y de sabor extraño.
Luego de la experiencia con ese plato tan raro, tomamos el metro y la última parada de nuestra ruta, Las Ramblas, nos recibió con un camino lleno de luces y cientos de puestos de diversas chucherías. La cantidad de gente era atroz, y recordé aquello de que ahí habían muchos carteristas, así que cuando me detenía a tomar alguna foto, era con cuatro ojos.
Llegamos a Plaza Catalunya, y una pista de patinaje en hielo había sido colocada. Algo hermoso. El árbol de navidad, las luces, la fuente. Aquí confieso que me dio mucha nostalgia. Después de durar un rato sentadas en un banco observando el lugar, fuimos al Hard Rock Café (nada comparado con el de New York) que estaba atestado de gente. Salimos casi de una vez. Buscando que cenar, entramos a Burger King, para pasar a McDonalds y al final decidir comprar algo en el mercado que está en la esquina.
De regreso al hostal el lugar parecía muerto, en comparación a las dos noches pasadas. Muchos «pasajeros» ya se habían ido, y eran muy pocos los que quedaban. En la habitación sólo quedábamos cuatro personas, y ya todo indicaba que el fin de este viaje se avecinaba.
Por un momento sentí estar de vacaciones cortas y que en vez de tomar el autobús a Bilbao, tomaría el avión a la República Dominicana…Me daba nostalgia pensar que no será así.
Barcelona es una ciudad que te guía sola, a la cual hay que venir con poco dinero y muchas ganas de conocer, si la dejas puedes pasar una muy agradable experiencia, muy bellos recuerdos me llevé de allí, y todos los objetivos cumplidos.